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7 de junio de 2024

Mons. Castagna: "La santidad versus el ateísmo y la corrupción"

Arzobispo

El arzobispo consideró que "es urgente que el amor a Cristo ocupe su lugar en la vida de los cristianos" y sostuvo: "Allí está el secreto de la fortaleza de los mártires y de los santos".

El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Castagna, consideró que “es urgente que el amor a Cristo ocupe su lugar en la vida de los cristianos”.

“Allí está el secreto de la fortaleza de los mártires y de los santos”, aseguró en su sugerencia para la homilía dominical.

“Es el Espíritu quien realiza esa magnífica artesanía de santidad”, sostuvo y subrayó: “No se entiende la transformación que se produce, a partir de la conversión, en personas declaradas ateas o indiferentes, sin la gracia de Cristo”.

“Es impactante el espectáculo que ofrece una vida santa, en hombres y mujeres provenientes de la incredulidad y de la corrupción. El otrora perseguidor Saulo, convertido en Pablo Apóstol, lo expresa con humildad: ‘Gracias a Dios soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado estéril, ya que he trabajado más que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo’”, concluyó.

Texto de la sugerencia

1.- La impenitencia es el pecado contra el Espíritu Santo. Con una argumentación precisa Jesús rebate a sus adversarios, que lo acusan de pactar con el Demonio. Es una contradicción que sea el expulsor del demonio y estar asociado con él. Un reino dividido está destinado a la destrucción. El poder destructivo, de toda influencia demoníaca, es el signo inequívoco de su mesianidad. La tozudez de sus contradictores es más grave aún, ya que indica la existencia del pecado imperdonable contra el Espíritu Santo: “Les aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu jamás tendrán perdón; será culpable para siempre”. (Marcos 3, 28-29) El Señor aparece como el enemigo número uno del demonio y sus fraudes, Su autoridad se hace sentir: cura del mal, personificado por el implacable enemigo de Dios y de los hombres. Más allá del mal físico, se destaca el pecado. Con frecuencia Jesús los asocia. El pecador es un endemoniado, que debe ser liberado al ser absuelto. La principal intención de Jesús no es curar enfermedades sino perdonar a los pecadores. La gran enfermedad que agobia a los hombres es el pecado. Si no llegamos al arrepentimiento y al perdón, de nada nos vale ser sanados del cáncer y de la lepra. Jesús no es un sanador; es Dios que nos ofrece su perdón. La salud consiste en restaurar, en el corazón, la pureza e inocencia original. Su misión es conducirnos al perdón del Padre y a la reconciliación con nuestros hermanos. Muere en la Cruz. Allí lo observamos desangrándose por amor, redimiéndonos, no exigiéndonos la humillación que Él padeció por nosotros. Es entonces cuando asume su impresionante rol de mediador, justificándonos ante el Padre a causa de nuestra ignorancia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. (Lucas 23, 34) Transcurre nuestra vida, en un Tiempo litúrgico ordinario, en contacto continuo con la Palabra y el alimento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es preciso mantenernos despiertos y atentos, conforme a la recomendación del Señor a sus Apóstoles.

2.- Rechazar a Jesús es pecar contra el Espíritu. Aquellos conciudadanos suyos - en los influyentes escribas y fariseos - cometen el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Consiste en rechazar a Dios, en la negativa a reconocerlo - en Cristo - como la Verdad. Al rechazar a Cristo, excluyen a Dios de sus vidas. La conversión a Cristo - Verdad y Vida - supone la eliminación de ese pecado. El mundo necesita la honesta transmisión de la Palabra, que Cristo personifica y que la Iglesia, fundada en los Apóstoles, tiene la responsabilidad de ofrecer. ¡Qué misión la del ministerio apostólico! Es urgente mantener viva la Tradición, como hoy es conservada por la Iglesia, para que el mundo descubra a Cristo, siempre de nuevo. Es imprescindible apoyar la acción pastoral con la intención de presentar a Cristo, como Verdad y Vida. También se autocalifica el Camino. Nadie llega al Padre sino por Él. Lograr entender a Cristo como “Camino, Verdad y Vida” es de vital importancia. Es así como se vive la fe y, gracias a Él, tenemos asegurada la Vida eterna. Los cristianos no pueden dejar de pensar en Él y someter toda su vida a su inspiración y conducción. De otra manera, la vida de los autocalificados “creyentes” decae, hasta la mediocridad o la pérdida absoluta de la fe. Para que esto no ocurra será preciso volver a la sustancia del prólogo del Evangelio de San Juan: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y verdad”. (Juan 1, 14) El Hijo del Padre, asumiendo su nueva condición de Hijo del hombre, ha querido permanecer entre nosotros, asociándonos a su Vida divina. Todo nos parece un sueño, por su aspecto humanamente increíble. Lo que Cristo Maestro nos revela, constituye una perspectiva de vida, muy alejada de la humana imaginación. San Pablo así lo expresa: “Pero, como está escrito: “Ningún ojo vió, ni oído oyó, ni mente humana concibió”, lo que Dios preparó para quienes lo aman”. (1 Corintios 2, 9) Para acceder a esa admirable visión se requiere amar a Dios. No es un amor etéreo, arropado en un romanticismo puramente imaginativo y sentimental. Es obediencia a su voluntad: “Quien recibe y cumple mis mandamientos, ése sí que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él”. (Juan 14, 21)

3.- Al obedecer al Padre constituimos la familia de Jesús. María y los parientes cercanos quieren encontrarse con Jesús y reclaman su atención. Es como lo relata el Evangelista San Marcos: “Mira, tu madre y tus hermanos (y hermanas) están fuera y te buscan. Él les respondió: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dice: Miren, estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Marcos 3, 32-35) Este texto es muy sugerente. Se refiere a lo que la obediencia a la voluntad de Dios produce en quienes obedecen. Más que la consanguinidad. Somos más los hermanos de Jesús si cumplimos la voluntad de su Padre del cielo. La respuesta, a quienes le comunican la presencia de su familia terrena, se destaca por su particular severidad. Los Padres de la Iglesia, que comentan este pasaje evangélico, saben interpretarlo desde una dimensión más esclarecedora. Sobre todo cuando la referencia se enfoca en María. Es ella la más obediente a la voluntad del Padre, expresada por el Arcángel San Gabriel. Es más Madre por su incondicional obediencia a la voluntad del Padre que por su misterioso concurso en la Encarnación. Más aún, su “hágase en mí”, que posibilita la encarnación del Verbo, es la más perfecta expresión de la obediencia a la voluntad de Dios. La obediencia al Padre hace que la filiación divina de Cristo se transparente en su condición de Hijo del hombre. Para ser hijos de Dios debemos imitar a Jesús, en su heroica obediencia al Padre del cielo. En la noche previa a su Pasión, combate hasta doblegar su natural repugnancia a beber el cáliz amargo, que debía apurar hasta agotarlo: “Abba - Padre - tú lo puedes todo, aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. (Marcos 14, 36) Su obediencia trasciende la aflictiva situación en la que naturalmente se encuentra. No lo anestesia contra los crueles sufrimientos que está muy próximo a padecer. Al contrario, le otorga una capacidad de sufrimiento que hace más significativo su ofrecimiento. San Pablo entiende que Jesús crucificado es - para él - el tesoro, la sabiduría y la plenitud. El mundo puede tentarlo con los más seductores obsequios, pero nada logrará aventajar el amor a Cristo en Cruz. Ha descubierto el tesoro escondido y lo da todo para obtenerlo. El Santo Apóstol se percibe como el último, como una especie de embrión desechado. Sin embargo, ha sido elegido desde el seno materno y recuperado de una vida errática, colmada de odio contra quien ahora ama apasionadamente.

4.- La santidad vs el ateísmo y la corrupción. Es urgente que el amor a Cristo ocupe su lugar en la vida de los cristianos. Allí está el secreto de la fortaleza de los mártires y de los santos. Es el Espíritu quien realiza esa magnífica artesanía de santidad. No se entiende la transformación que se produce, a partir de la conversión, en personas declaradas ateas o indiferentes, sin la gracia de Cristo. Es impactante el espectáculo que ofrece una vida santa, en hombres y mujeres provenientes de la incredulidad y de la corrupción. El otrora perseguidor Saulo, convertido en Pablo Apóstol, lo expresa con humildad: “Gracias a Dios soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado estéril, ya que he trabajado más que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo”.

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